Justo Pastor Mellado. Economía de la carnación

Economía de la carnación   

Justo Pastor Mellado

 

La obra de Cristina Piffer aborda la devastación jurídica de la corporalidad mediante la fijación

de una escena originaria. Escena de manejo de la economía del carneo, ¿y por qué no?, de la carnación. La cuestión de la representación de la Nación proviene del diagrama de corte de la carne, que dibuja el mapa del reparto simbólico de la unidad territorial. Ésta será la base de la expansión de los mercados interiores sobre los que se sostendrá la economía exportadora. El destino ya estaba impreso en la unidad del papel moneda, como soporte representativo de un régimen que “identifica el arte con lo singular y desliga a este arte de toda regla específica, de toda jerarquía de los temas, de los géneros y de las artes” (J. Rancière, “El reparto de lo sensible”, p. 26). Será posible, entonces, juzgar la utilidad de la palabra “campo” en el debate político y artístico argentino. El campo plástico no es un reverso complementario del campo social, sino su compresión imaginaria, provocando la desuniformidad de las presiones de capas tectónicas que habilitan las pulsaciones de la superficie acometida. El alambrado y la política de cercamiento fragmentan la percepción que se puede construir de la unidad de la Nación. El federalismo debe quedar inscrito a sangre y fuego sobre los operadores sustitutos del intercambio: papel moneda.

El poder de la representación se ejerce como dominio de la reproducción mecánica, portadora de la sintomatología de la Conquista del Desierto. La escena gráfica del carneo fija la experiencia sensible de una comunidad de trabajo que define la visibilidad de la provincia, como avanzada de unas clases cultivadas que piensan el devenir sensible de la Nación. De este modo, anticipan y de- limitan la amenaza retenida a golpe de cuchillo, dibujando las reglas del orden social.

Cristina Piffer subvierte estas reglas excavando la materia de la imagen para recuperar los despojos de tiempos desaparecidos y reeditarlos sobre el plano de un soporte transparente, sobre el que se instaura la correspondencia distante entre los poderes de la letra y los deberes de la imagen; es decir, entre el deseo y su representación.

La superficie de signos impresos reproduce una historia hecha polvo, que repone el simulacro de poderes ancestrales que autorizan su persistencia en el color de la sangre coagulada (caput mortem rot). Hacer polvo las cosas viene a ser una metáfora de la aniquilación de regímenes anteriores de representación de la imagen, como si quedara otra alternativa que reponer los signos de una tierra arrasada por la especulación y el quiebre de una sociedad rural en forma, en cierto sentido, al recuperar los emblemas gráficos de la riqueza de la Nación, rearmada, narrativamente, como un mito.

La artista pone de manifiesto su pérdida de credibilidad en el intelectual orgánico de hoy, que narra la pobreza de la acción política contemporánea como un rito de reparación insuficiente. De este modo, trabaja en condiciones de adherencia precaria de la imagen obtenida, mediante la con- versión del bastidor de malla serigráfica en tamiz analítico de figuración pactada de la historia.

¿Qué busca instaurar Cristina Piffer? El ejercicio de la crítica de los dispositivos de representación, desertificando el color documentado para todas las sangres, y así restituir los vínculos, allí donde el tejido social ha sido severamente averiado. De este modo, la malla contextualiza la reticulación de unas nuevas fuerzas, susceptibles de recuperar la humedad del movimiento. De hecho, Cristina Piffer hace polvo toda referencia a cuerpo místico alguno, para denotar el naufragio de la tradición pictórica destinada a ilustrar la constitución del paisaje sobre el que la patria oligarca sustentaba su hegemonía imaginal, proveyendo las colecciones emblemáticas de su musealidad. Es decir, sólo hay “Museo Nacional” cuando se instaura la idea de un Estado-Nación.

Cristina Piffer invierte los términos del problema y desarma dicha idealidad, mediante el recurso del grabado, como sistema de rescate de una imagen que no puede sublimar la incompletitud del referente político y poder proyectar la densidad expansiva de su valor, como emblema de la ocupación fabril del territorio. La pintura es heroica, mientras que las artes gráficas se movilizan como una verdadera “máquina de pensar” en el siglo XIX. El papel moneda sostiene la política ilustrativa del Estado-Nación, mientras que la pintura acompaña la escritura de la Constitución. ¿Es posible sostener esta afirmación? Al menos, la firma es excluida de toda pretensión de responsabilidad. Las palabras son despojadas de las señas de identificación de origen. Los fragmentos iconográficos del papel moneda ya no pueden sostener la ficción de la historia.

Solía ocurrir que los fabricantes de billetes emplearan una misma escena grabada para imprimir papel moneda de diversas nacionalidades. Es decir, diversos tipos de denominio interno. Al mismo tiempo, la imagen de algunos vacunos sella, también, la indicación de su proveniencia efectiva, porque el papel moneda posee un formato rectangular. Sobre la zona ilustrada se levanta (se imprime) una escena de matadero. Esteban Echeverría, en El matadero, lo describe, inicialmente, como “una gran playa rectangular”. Luego agrega: “está cortada por un zanjón labrado por la corriente de aguas pluviales [...] cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza seca”. La tinta de impresión de esos billetes reproduce el color de la “sangraza seca” que ocupa el zanjón como una gigantesca incisión que parte la playa, y dobla el papel en dos partes. Lo que importa, aquí, es la lí- nea de plegadura habilitada por un zanjón de sentido, que opera como signo distintivo.

Esta es una coincidencia buscada a propósito por Cristina Piffer, destinada a fijar el comienzo de un relato visual que se propone “colocar” un enunciado sobre las condiciones del campo cultural en el Buenos Aires del 2009-2010. Esta frase proviene del traslado que hago de una cita del Poslogo que escribe la profesora Sandra Gasparini, a su edición de La cautiva y El matadero, reimpresa por Ediciones Colihue, en el 2009. Esta cita, en su origen, tiene por objeto situar o contextualizar el trabajo de lectura de estudiantes secundarios y universitarios iniciales, sobre un punto que no debe ser dejado de lado; a saber: “las condiciones del campo cultural en el Buenos Aires de 1839-40”, en que “cualquier sospechoso de oposición al poder rosista (podía ser) encarcelado o pasado por las armas”, ya que éstas permiten comprender las hipótesis que construyen el debate sobre –¡una vez más!– las condiciones de producción y aparición de la novela referida, que recién se- ría publicada en 1871.

Se debe tener en cuenta que Cristina Piffer inicia su investigación visual en pleno desarrollo de un conflicto político en que la palabra “campo” es resemantizada por la presión textual de un enunciado que adquiere notoriedad: “hasta la victoria o campo”. La circulación de esta proposición va a remover el fondo del debate sobre la responsabilidad del “campo del arte” en una escena teórica perturbada por la amenaza espectral del “movimiento social”, que bajo la denominación de “el campo”, va a tensionar la representación que el país hace de sí mismo, en la proximidad de la ritual conmemoración del Bicentenario.

Cristina Piffer pone en crisis esta representación, acudiendo a la fuerza visual comprimida en un relato de consumo estructurante, que es dado a leer en las escuelas. ¿Acaso esta es una obra de pretensión pedagógica (ad usum delphini)? Pienso que las obras de Cristina Piffer deberían ser sujetos de trabajo en las escuelas, en la sección de “taquigrafía”; es decir, aquella zona de conversión de un registro que sería una introducción al agua fuerte, en la era de la saturación mecánica de la imagen. No en vano, Roberto Arlt titula sus crónicas más significativas, Aguafuertes porteñas (1930). Habrá que preguntarse por qué un hombre de teletipos, de telefonía y de mecanografía, emplea una metáfora arcaica que proviene del campo del grabado. Ciertamente, del hueco-grabado. Por eso la importancia del zanjón distintivo que he mencionado anteriormente, al ser la “sangraza seca” un efecto residual de una faena, cuya manufactura remite a la maquinalidad simple de su ejecución, a través de utensilios y armas corto-punzantes.

El propio Esteban Echeverría acude en su auxilio: “Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista no para escrita”. De modo que Cristina Piffer reproduce un simulacro de carneo, como persistencia inquietante de una metáfora política, mediante la que (se) resiste a la banalización del pasado. Esta sería su posición en la actual situación del campo del arte, montando un dispositivo literal de coagulación de un referente material, la sangre, que “brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven”. Todos conocen ese párrafo. Pero, sobre todo, las palabras de los sayones: “reventó de rabia el salvaje unitario” y “tenía un río de sangre en las venas”. Por inversión, la artista pone el acento en el flujo, en tanto falta.

Llamaré dispositivo literal a un procedimiento que hace “como si” se subordinara a una lectura ilustrativa, para (re)forzar la lectura sintomática de un “texto visual”, cuya materialidad gráfica con- densa la tensión, no sólo entre literatura e historia, sino entre licuefacción y desertificación de la re- presentación de un campo discursivo. En un texto anterior, escrito para el catálogo de una exposición en Buenos Aires, hice estado de un pequeño sistema de trabajo que denotaba mi procedencia indebida: infra/superestructuras y humedad/sequía. Desde allí procedí a establecer una formación de compromiso entre dos resistencias; una pictórica, la otra gráfica. La primera implica untuosidad y escurrimiento lento. La segunda compromete el devenir-costra de la figuración. Avanzo con una batería de nociones que se juega su eficacia en el análisis de la regulación extrema del paisaje. Es preciso declarar de dónde se viene: en la crítica no existe la hospitalidad. La referencia al caput mortem rot proviene de la retórica visual dittborniana, que ha tenido la responsabilidad de invertir la dialéctica, en lo que se refiere a movimientos de regulación del paisaje y decapitación del origen.

En 1995, Dittborn escribió una breve presentación de Balmes, artista chileno, histórico, donde empleó palabras que traslado al espacio de trabajo de Cristina Piffer: “carmín líquido cálido y oscuro, hígado crudo de vaca”. Regreso a El matadero: la decapitación del niño que jugaba a montar un caballo de palo es como la “escena de Betania” que anticipa la explosión de sangre del joven unitario. Su cuerpo devino objeto de pacificación. El caballo de palo es un emblema polémico de la producción institucional del arte: infancia e historia. El niño aprende en El matadero el “modelo reducido” de la Con- quista del Desierto. En La cautiva, la banda en “las puntas ufanas de sus lanzas, por despojos, llevan cabezas humanas”, como abstracción portadora de la negación y del olvido de los nombres propios.

En el trabajo de Cristina Piffer, la impresión que se desparrama habilita la presencia distante del fantasma de la petrificación de la imagen, de la fosilización del documento mercantil y de la calcinación de toda huella de los cuerpos, como si señalaran el fin de la era del papel. Como mínimo, señala el fin de una era. Pensemos en esto: si no hay papel, no hay firma. La figura de la escena de carneo impresa sobre la playa rectangular del papel moneda fija el rango de la (a)signatura, porque establece un derecho y limita una autoridad. Enseguida, porta consigo la asignación de responsabilidades políticas: “la historia de lo político es una historia de papel” (Derrida, “Papel máquina“).

Finalmente, Cristina Piffer hace trabajar un sistema de fijación/desagregación de los signos que desafía las leyes de la Física: la impresión y el polvo. En este terreno, la impresión se define en la ausencia, mientras que el polvo connota la destrucción, la caída. La impresión tiene su lugar en superficie, primero, como hueco: “huella de pies desnudos sobre la arena” (Defoe). Todo procedimiento de impresión instaura forzosamente un retraimiento: es preciso que el desplazamiento del pie se haga efectivo para que la huella se haga visible. Dejar una huella es fijar el lugar de un abandono. La huella está en la placa de vidrio, simulando un negativo de gran dimensión, sometido a la acción corrosiva del tiempo histórico. El polvo es afectado por la gravedad y cae al suelo para refutar el abandono. El polvo, en Bataille, ocupa un lugar de privilegio en el asentamiento de los terrores nocturnos. Didi-Huberman (“Génie du non lieu“, 2001) recurre a una cita de Francois Dagognet para reforzar la reflexión anterior: “No logramos deshacernos del polvo; a lo sumo, no sabemos más que desplazarlo”. La política de esconder el polvo bajo la alfombra. Para Cristina Piffer no hay alfombra en medida de guardar las cantidades de polvo (de sangre) desprendido de las superficies erguidas y edificadas. La sangre en polvo no es analogable al particulado ambiental que contamina nuestro espacio de presente fragilidad institucional. Polvo eres, etcétera. El polvo es como la materia de la humillación; humillación de la imagen de las cosas destruidas, vencidas o maldecidas; “como materia que nos fuerza a despreciar la materia” (Didi-Huberman, op.cit.) ¡Qué duda cabe! El polvo permite pensar el espacio del arte desde la granulación receptiva de la superficie. El polvo refuta la nada y nos hace percibir la materia mórbida de una corporalidad cuya propia memoria dinámica ha sido coagulada. Por eso, en esta serie de trabajos, Cristina Piffer nos conduce, desde la materia de la imprenta a la realidad atomística del cuerpo pulverizado.

Dispositivo literal de coagulación es la denominación que escojo para tipificar el método con que Cristina Piffer recupera, en la visualidad, la necesidad de una lectura sintomal de la coyuntura cultural. Se coagula la sangre de un cuerpo, como se desertifica la nominación del “paisaje”. Porque finalmente, lo que está en juego es el “paisaje de la Nación” como construcción reversiva del Estado, justamente, en la fase analítica en que, desde una práctica de arte, se pone en crisis la dupla desierto/nación; es decir, la literalidad de la Nación (hecha polvo).

 

Santiago de Chile, octubre 2010.