Florencia Qualina. 300 actas

 “Sienten ellos la pérdida del desierto como puede sentir un Rey la de su palacio”

                                                                                                            Sabino O' Donnel[1]

La obra de Cristina Piffer es una aguja que perfora la conciencia de una narrativa llamada Historia Argentina. Sus mesadas de grasa de vaca y parafina llevaban escritas sobre la superficie frases extraídas de archivos, fragmentos de historias sangrientas y desterradas, como  la “Batalla de Pago Largo”. Allí, en 1939 el ejército de la Confederación masacró el alzamiento de la milicia correntina, al mando de Genaro Berón de Astrada. De su cuerpo arrancaron una lonja de piel y con ella hicieron una manea que fue regalada a Rosas. Cristina exhibió las mesadas por primera vez, en una muestra titulada “Entripados”, en abril de 2002. Algunos meses antes, en diciembre de 2001, Argentina había estallado y el suelo era un campo minado. El neo-liberalismo y su brazo armado habían dejado un tendal de muertos, aunque no serían los últimos. En junio de 2002 pudimos ver como las fuerzas policiales pulverizaban un piquete sobre el Puente Pueyrredón, también vimos ahí el último aliento de Dario Santillán y Máximiliano Kosteki asesinados, fotografiados, televisados en vivo. El entripado era -es- ese disgusto, esa rabia que se lleva bien adentro, en las tripas y nunca termina de digerirse.

En la iconografía de Piffer, el ganado vacuno condensó la fuerza tanática del modelo agro-exportador sobre el que se asienta el Estado-Nación argentino, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Chinchulines, carne y sangre fueron insistentemente la matriz material de su trabajo, que es constante e imperturbablemente aséptico. Si ella trabajó sobre el matadero como espacio diferencial y emblemático de una identidad nacional, donde se sacrifican las vidas animales para el consumo humano ahora se encuentra mapeando otras zonas físicas donde se traficaron vidas humanas.

En la isla Martín Garcia, funcionó un campo de concentración indígena al compás de la victoriosa “Conquista del Desierto”.  Cientos de indígenas fueron desplazados forzosamente de sus territorios y sometidos en la isla al disciplinamiento físico y psíquico. Fueron clasificados de acuerdo a su jerarquía dentro de sus comunidades, sus nombres borrados por otros nuevos y españoles.

Fueron bautizados como católicos.

Fueron separados entre cuerpos enfermos y sanos.

Fueron incorporados como fuerza de trabajo -esclava- a los mercados laborales urbanos y agrarios.

Cristina Piffer rastrea en la isla Martín Garcia a partir de un exhaustivo trabajo documental la connivencia criminal entre los órdenes militares, eclesiásticos y jurídicos. Insiste sobre los fundamentos ideológicos que organizan el estado argentino y encuentra allí los mecanismos de una invizibilización identitaria radical. Hay un hilo en ese dispositivo de borramiento que dice: Argentina es un país blanco donde todos descendemos de europeos. El emplazamiento del campo de concentración en un territorio insular, fuera de la vista, acompaña sigilosamente las veladuras raciales que ordenan nuestra sociedad. ¿Quienes fueron los sometidos? A los ganadores se los ha retribuido material y simbólicamente. La gratitud del estado se refleja en los nombres de la topografía urbana, por ejemplo con el nombre del Comandante Militar de la isla, Luis Maria Campos se ha bautizado la avenida distintiva del barrio militar de Belgrano.

Hoy, donde esta calle termina, hay una plaza junto a las vías del Ferrocarril Mitre, y en la plaza hay un pasacalles que ofrece y anuncia “Mucamas como las de antes”.

[1] cirujano en el centro de detención de indígenas en la isla Martín Garcia